No pediré disculpas: Una decisión difícil

Está siendo un año muy difícil para mí. Pensé que, con toda la mierda que viví en 2019, sería imposible superar aquello, pero estaba muy equivocada. Hace dos semanas, mantenía una conversación de lo más animada con mi madre, contentas de que su operación saliera tan bien, ilusionadas haciendo planes para vernos, y al día siguiente, todo se iba al carajo. «Chiqui —me dijo mi padre al otro lado del teléfono—, la mamá murió anoche». Primero, devastación; segundo, un estúpido sentimiento de culpa, porque cuando en su momento me enteré de que estaba en el hospital a la espera de que la operaran, lo primero que pensé fue «Mi hermano murió por estas fechas, hace justo diez años». Entonces me recriminé el haber tenido un pensamiento tan nefasto, más adelante me recriminé no haber hecho caso a mi instinto y acudir a Valencia de inmediato. Algo parecido a lo que ocurrió con mi hermano. Así que, si hasta hace nada, estaba cansada de todo (de las RRSS, del fándom, de nuestro país de pandereta, del mundo en general), ahora, ni te cuento.

Es por eso eso que he decidido publicar en mi página la coda que escribí para mi libro de ensayo No pediré disculpas. Espero que, con ello, entendáis parte de mi ausencia en las redes o mi hartazgo frente a ciertas actitudes. Hablando en plata, me la suda todo ya.

No tengo mucho más que añadir. Tampoco tengo ni la más remota idea de cuándo publicaré el ensayo al completo. Ahí van mis últimas palabras. Gracias a quienes habéis estado ahí.

Una decisión difícil

En mayo de 2020, en pleno encierro pandémico, sentada frente al ordenador, tomo una decisión que cambiará todo para mí. Como quiero asegurarme de que no ha sido producto de una posible depresión, prefiero guardar silencio y esperar unos meses. No se lo digo a mi marido ni a mis amistades más cercanas ni a mi familia. A nadie. Eso sí, me pongo como fecha de revisión septiembre, después de las vacaciones de verano, donde espero tener la cabeza más despejada tras un merecidísimo descanso (los profes no chiflamos durante la pandemia de milagro).

La fecha en que tomo la decisión no es aleatoria. Justo un año antes, mi cerebro cortocircuita. Empieza en abril, cuando pierdo el olfato; a finales de mayo, las conexiones se cruzan y, de pronto, todos los aromas son interpretados por mi cerebro como si fueran abono. Al sentido del gusto le sucede lo mismo, y todo, absolutamente todo, me sabe a mierda, y no lo digo de manera figurada. Día tras día, me tengo que obligar a comer porque, aunque sea la experiencia más desagradable del mundo, la alternativa es morir de inanición.

Acudo al médico, desesperada, porque el tiempo pasa y pasa… y a mí no se me pasa. Por suerte, no me toman a la ligera y, pese a ir por la seguridad social, me dan fechas para las pruebas en un tiempo razonable. Sin embargo, los resultados no me tranquilizan. Aunque el TAC no arroja nada, lo que, de primeras, está muy bien porque significa que no tengo lo mismo que mi hermano y, por tanto, no me voy a morir (tete, te echo de menos), el especialista me dice que no pueden hacer nada. Se sabe de casos como el mío, pero no se conoce la cura. «Quizás un día, de repente, vuelvas a la normalidad, pero también es posible que te quedes así para toda la vida». Aquello es un mazazo. Con la suerte que tengo, seguro que es lo segundo. «En cualquier caso —añade—, es muy probable que se trate de algo nervioso, generado por el estrés». Asiento. Tiene sentido. Es más, creo que se trata de la acumulación de dos factores. El primero, el desarreglo hormonal que llevo arrastrando desde principios de año. Ningún médico me hará caso más adelante cuando diga que estoy en la premenopausia porque, según ellos, soy aún joven; poco importa que yo conozca mi cuerpo mejor que nadie. Tampoco me aconsejan hacerme pruebas ni se interesan lo más mínimo porque, total, como no tengo la menor intención de tener hijos, qué más da que los desarreglos sean síntoma de lo que sea, ¿verdad? Eso es lo único que saben en ginecología, que incubes sin problemas. Para el resto de trastornos, especialmente los hormonales, somos unas histéricas.

El segundo factor es la acumulación prolongada de estrés y ansiedad que me ha supuesto terminar Pakminyó con el tiempo de entrega echándoseme encima. Durante meses, nada más llegar de trabajar, a las tres de la tarde, me he puesto delante del ordenador para escribir hasta las siete; de siete a ocho he parado a comer; a las nueve o las diez, como muy tarde, me he ido a dormir, porque ni el cuerpo ni la mente me dan para más; y a las cuatro o las cinco de la mañana me he levantado, porque es el único momento que tengo para corregir trabajos o exámenes y para preparar las clases de ese día, antes de salir de casa a las siete y veinte para ir a currar. Vamos, que las fechas concuerdan.

La misma semana en la que entrego el manuscrito (estrés fuera) me voy a Castro a visitar a Rocío y Saren el fin de semana. En cuanto dejo el coche aparcado, noto una relajación total. Sospecho que ahí mi cerebro chifló ante la oleada repentina de serotonina. ¿Relajación? ¿Placer? ¿Qué es eso? No computa.

Empiezo a darme cuenta de que algo no va bien cuando quedamos con más gente para una partida de rol. Por la mañana, el batido de fresa que me he comprado para desayunar me sabe a rayos. Ya es mala suerte que cuando, por fin, parece que recupero el gusto, haya dado con una marca mala de batidos. Durante la comida, los macarrones me saben raro. En la partida, no me atrevo con los aperitivos. Para la noche, todo es abono. No digo nada durante lo que me queda de visita porque considero que la compañía es más importante que alertar de un estado que, seguro, será pasajero. Sin embargo, la situación se agrava en los meses siguientes cuando vuelve el estrés y la ansiedad, ante las continuas discusiones con mi editor, y luego se suma la depresión, agravada por la perspectiva de quedarme así, comiendo y oliendo mierda, para el resto de mi vida.

A partir de entonces, tendré momentos mejores y peores (menos abono o más abono al comer, o caminar por la calle y que me llegue un aroma fétido de pronto), siendo los picos más insoportables en situaciones de mayor acumulación de estrés y ansiedad. Hoy, principios de 2023, no estoy recuperada al 100%. No soporto la colonia, el desodorante, el suavizante y otros olores aromáticos fuertes, y me ha cambiado el gusto (no reconozco algunos sabores). En momentos puntuales no distingo si algo está salado o no, o si me sabe a algo o a nada, y, como no soy capaz de saber si un alimento está malo (caducado), porque ahora el cerebro no me alerta de lo que está podre, se lo tengo que pasar a mi marido para que lo huela. Claro que prefiero ese inconveniente a sentir que tengo un zurullo en la boca.

Lo nuevo que me está pasando es que, a veces, mientras veo la tele, de pronto, durante un segundo, veo la pantalla en amarillo, o en cian o en magenta. Bueno, más que la pantalla creo que es un fotograma. Y no, la tele no funciona mal, que a Rudy no le pasa lo mismo. Es obvio que son mis ojos o puede que mi cerebro, chiflando de nuevo. Por suerte, cada vez me ocurre con menos frecuencia. Supongo que ya puedo decir que estoy relajando de verdad y que mis hormonas no me la están jugando. Pero, bueno, anécdotas chungas aparte, mejor vuelvo a ese mayo de 2020.

Mi novela Hija de las sombras ha salido a principios de año y está previsto que la segunda parte salga hacia finales. Ya es mala suerte que, cuando por fin logro colocar la novela en una editorial que, además de tratarla con muchísimo cariño, me ha curado muchas heridas, tenga lugar una pandemia que no pinta que vaya a terminar pronto, con las correspondientes consecuencias para la editorial (para esa y para muchas otras). Vaya, parece que la mala suerte lleva persiguiéndome en los últimos años, y yo empiezo a estar muy cansada, como comento en los apéndices de una de las entregas. Hace poco, además, he leído el artículo de Eleanor Arnason en el libro de ensayo Infiltradas, como comenté en el capítulo anterior, así que, aparte de lo que te digo allí, es el momento de pararme a analizar en qué punto estoy.

No tardo mucho en darme cuenta de que publicar con Cerbero me ha hecho mucho daño. Y no me refiero solo a la chifladura del cerebro o al perpetuo estado de ansiedad que vivo con cada discusión que mantengo con el editor, teniendo que soportar que me llame coñazo a gritos (en mayúsculas) o que insinúe que mi comportamiento es de escritora amateur, mientras hago un enorme esfuerzo por no perder la calma y mostrarme profesional en todo momento, sino al castigo que se me ha impuesto desde fuera por tener la «desfachatez» de publicar con esta editorial. Eso me termina de romper. Los datos no mienten. Mientras publicaba con Sportula, todo eran alabanzas y buenas reseñas. Con Pakminyó, he tenido que ir detrás de esa misma gente, proporcionándoles la novela por mi cuenta, para que, al menos, se la lean y me digan algo. Ni siquiera pido una reseña. Me conformo con que, aunque sea en petit comité, hablen de ella.

Un año después de la publicación, comprendo que se me ha dejado sola y desamparada; que, en las pocas ocasiones en que se ha dado la casualidad de coincidir en persona, ni siquiera se me ha mirado a los ojos y, lo que antes era cordial, ahora es incómodo. WTF? ¿Por qué? La rabia y la decepción me corroen. La obra que, para mí, es la más ambiciosa y la más redonda que he escrito hasta la fecha, que me ha costado la salud física y mental, ha pasado desapercibida porque es más importante castigar a una editorial (al editor, más bien) que apoyar a una autora que lo ha dado todo por el género fantástico patrio y por ofrecer el mejor producto posible a sus seguidores. Ese es el calado de nuestro queridísimo fándom. Los putos bandos. Te aseguro que, a esas alturas, ser consciente de que soy demasiado vieja para reclamar mi espacio es lo de menos.

A mediados de noviembre de 2020, con las restricciones pandémicas vigentes, tiene lugar la primera HispaCon telemática. Por primera vez en mi vida, compito en la categoría de Mejor novela en los Premios Ignotus. Gigamesh me invita a la mesa redonda que ha organizado con todos los finalistas. Durante la transmisión, nadie es consciente del nudo que tengo en el estómago, de las ganas constantes que tengo de llorar. No solo estoy frente a mi única ocasión de llevarme el premio, sino de cualquier otro. Cuando se lanza la pregunta de qué supone ganar un Ignotus, ocurre lo que te he comentado en el capítulo «Premios y jurados: el sesgo». Lo que no te he contado es el tremendo dolor que me supone responder, porque es una despedida y me tengo que esforzar en que no lo parezca. No quiero la compasión de nadie ni los cotilleos ni las chanzas, ni las especulaciones o el regodeo. Tampoco quiero robar el protagonismo a nadie. Cuando termina la transmisión, me siento rota por dentro. Y vieja, muy vieja.

A esas alturas, solo Rudy, Sofía Baker y Laura S. Maquilón conocen la decisión que tomé en mayo de 2020. Un año después de esa mesa virtual, me atrevo a decirlo a unas pocas personas más; entre ellas, a Elia Barceló, unos minutos antes de que entremos en la carpa del Celsius para presentar la tercera entrega de Hija de las sombras. «No dejes de escribir. Deja el fándom —me dice con preocupación—. Piénsatelo. Escribes muy bien». El consejo es bueno, claro que sí, pero en mi mente asoma una única frase: ya es tarde y estoy muy cansada.

No es fácil tomar la decisión de parar cuando llevas toda la vida queriendo ser escritora y casi veinte años luchando por hacerte un hueco; sin embargo, lo cierto es que estoy harta de luchar contra elementos sobre los que, en realidad, no tengo ningún control, pero que en su momento asumí como mis fallos. No lo son. La suerte es un factor que pocas veces ha estado de mi lado y que, por desgracia, es muchísimo más importante de lo que parece en este mundillo. No soy la excepción.

Por eso, en 2020 tiro la toalla, porque no puedo más, porque nunca merecerá la pena perder la salud a cambio de un reconocimiento que nunca me llegará o, si los hados se confabulan, será cuando esté muerta y ya no pueda disfrutarlo. El tremendísimo esfuerzo que supone sacar una obra adelante para que cuatro gatos se la ventilen en unas horas o en unos días y que luego, pese a haberla disfrutado, callen o exijan continuación inmediata, bajo la amenaza de ignorarte frente al McDonalds, es algo por lo que ya no estoy dispuesta a pasar. Ale, ya lo sabes. Felicidad Martínez deja de ser un estorbo.

No ha sido una decisión fácil, pero cuando comprendes que aquello que más disfrutas se ha convertido en una condena, lo mejor es romper los malditos grilletes y dejar la competición cruel y sin sentido. Te aseguro que, desde entonces, me siento mejor, por mucho que cada invitación recibida en estos dos años, para participar en una mesa redonda o en un evento, me oprima el pecho. Y, quizás por esto último, he decidido hacerlo público en lugar de callar y desaparecer en silencio, como era mi primera intención. Ya no tendré que fingir que todo va bien ni temer preguntas como «¿En qué estás trabajando ahora?» o «¿Para cuándo la continuación de Horizonte Lunar, de Pakminyó, de Hija de las sombras?».

Habrá quien se alegre por la noticia y quien no; también, quien se la crea y quien no. Después de todo, alguien puede pensar que, para haberlo dejado, no hace mucho publiqué mi recopilatorio de relatos La cosecha. Bueno, está claro que no se lo ha leído; de lo contrario, ahora mismo entendería por qué menciono en los comentarios que «[…] es la primera piedra en el camino que estoy trazando». Porque no soy tan bruta de parar a las bravas. No quiero irme sin dejar todo atado y bien atado. Primero, mi legado para la posteridad; el recopilatorio y este libro de ensayo. Segundo, en algún momento, reeditar Pakminyó en las condiciones que se merece (para empezar, en tres volúmenes más manejables) y recompensando a los lectores fieles (entre otras cosas, incluir un bestiario), y, por supuesto, concluir la historia. No quiero que nadie se quede sin su cierre, pero tampoco quiero que este sea de cualquier manera, por quitármelo de encima. Dado que será mi última obra, necesito sentirme satisfecha del resultado, aunque eso suponga tomarme el tiempo que haga falta para rematarla como es debido. No tengo prisa.

También, antes de irme del todo, quiero probar suerte en el mercado anglo. Es muy probable que todo quede en agua de borrajas o que acabe autopublicándome en inglés, pero no pierdo nada por intentarlo.

Esas son las metas que me he puesto. Ni más ni menos. Cuando las complete, el adiós será definitivo.

Poco más puedo decir, salvo que no pediré disculpas por ser franca y señalar que el rey está desnudo. Alguien tenía que decirlo de una vez por todas. ¿Qué puede ocurrirme? ¿Que pierda espacios donde publicar? ¿Que la gente deje de seguirme o de leerme? Da gracias a que he preferido quedarme corta, porque este ensayo podría ser el doble de largo, pero he decidido abarcar lo justo. Quizás alguien se anime a recoger el guante.

No soy idiota. Pese a que en más de una ocasión he comentado, sobre todo, por Twitter, que me van a caer hostias por todos lados cuando este libro se publique, también espero el silencio de mucha gente, que preferirá ponerme a caldo en entornos privados o hacer leña del árbol caído; también, de quienes callarán por temor a las represalias del fándom o del mundo editorial. No te preocupes, lo entiendo, porque he estado en esa situación.

Dicho todo esto, termino con «Entre todos la mataron y ella sola se murió». Gracias por tanto y por tan poco. Esta es mi parada. Me apeo aquí.

Felicidad Martínez

Gijón, 7 de enero de 2023

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