Recuerdo que siendo muy pequeña (no sé, con ocho o diez años), y sospecho que fue poco después de ver las pelis de Star Wars, me confeccioné una especie de manual del guerrero. Eran unas cuantas cartulinas cortadas y dobladas a modo de cuadernillo, escritas en boli y con algún dibujillo, en el que describía una serie de pasos y mandamientos para convertirse en un gran guerrero. No consigo acordarme de las posibles tonterías que una niña como yo, y a esa edad, escribió, pero sí tengo muy clara una de las reglas: no llorar jamás.
Supongo que la televisión (sobre todo cuando oía de tanto en tanto la frase «Los hombres no lloran»), junto al hecho de que cuando veíamos una peli con momento dramático incluido, alguno de mis padres (aunque también estuviera llorando) se giraba hacia los demás y se echaba a reír si nos veía a moco tendido (luego todos nos reíamos también); y que jamás viera llorar a mis padres por nada y por muy jodidos que estuvieran (salvo por la muerte de un familiar cercano), me hizo pensar que a) si lloras, se pueden reír de ti, lo cual es muy humillante para alguien con tanto orgullo como yo, y b) que las personas fuertes no lloran, y menos aún con audiencia.
Eso ha influido también en que me sienta terriblemente incómoda cuando alguien expresa sus sentimientos en público del rollo «Pepita, eres el amor de mi vida. Cásate conmigo porque sin ti el mundo se acaba» o similares. Jamás de los jamases se me ocurrió en su día, por ejemplo, escribir en mi muro de FB «Mi hermano ha muerto hoy. Hace dieciséis días cumplió treinta años. No estoy para nadie». Curré siempre con una sonrisa, contesté emails y mensajes toda candor… Durante un tiempo temía que alguien me dijera «Me acabo de enterar, ¿cómo estás?». Odio esa frase. Sé que está dicha con la mejor intención, pero como he comentado antes, me hace sentir terriblemente incómoda porque me obliga a expresar algo que me parece íntimo, mío, de nadie más.
Quien me conoce sabe que si me echo a llorar en su presencia es porque estoy condenadamente mal, al borde mismo de la desesperación. No hay que decirme nada, no hay que reprocharme «¿Por qué no me lo dijiste antes?» o cosas así. Suelto todo y luego recupero enseguida la compostura y vuelvo a ser la mente fría y racional que me hace sentir cómoda. Aunque lo peor es cuando quiero llorar, sé que lo necesito, pero la mente no me deja soltar ni una lagrimita y siento a la perfección como se me concentra un puntito en mitad del pecho que, si no descubro en un tiempo razonable cómo deshacerme de él, acabará provocándome algo peor.
A estas alturas de mi vida (y en especial estos últimos meses que están siendo muy estresantes) soy más consciente que nunca de lo dañino y perjudicial que es inculcarle a alguien la idea de que llorar es de débiles. Pienso en todos esos niños (estoy usando el masculino a propósito) a los que se les dice «Los hombres no lloran», y no me resulta difícil imaginarme lo jodidos que tienen que estar de adultos. Y lo peor es que probablemente no son conscientes de ello. En mi caso, y por mucho que me joda lo que eso implica, no se espera de mí que no llore, al contrario. Pero cuando se trata de un hombre…
En unas cuantas ocasiones he visto a alguno llorar delante de mí. En unos casos, me apetecía partirle los dientes, salvajemente, a quien lo había llevado a ese estado; en otros, mi sensación de impotencia era brutal porque no sabía cómo confortarlo sin que él sintiera que… bueno, que lo que estaba haciendo no era de hombres, cuando en el fondo debería ser de lo más natural y sano del mundo.
Es muy complicado, por no decir imposible, desprenderse de una idea como esa cuando echó raíces en la infancia. En mi caso sé que, por muy consciente que sea de los beneficios de abrir el corazón (joder, cómo me ha costado escribir esto, y solo pienso «Moooñas, moooñas…»), no voy a cambiar, porque soy una chica dura y fuerte, convencida de que la mejor solución es racionalizarlo todo y, al final, eso siempre me funciona. Aun así, empiezo a tener la ligera sospecha de que si a los niños les dijéramos desde ya «Llora, llora lo que te haga falta», viviríamos en una sociedad mucho mejor. ¿Estoy exagerando? Puede. ¿Cómo algo tan tonto va a suponer un cambio en nada? Bueno, quizás el problema es pensar… que eso no es ningún problema.